En este mundo en el que el vintage se lleva tanto… extraña
que no se lleven los viejos… este post y mi lanza a favor de las arrugas, la
experiencia, el bagaje vital, las canas, la voz mesurada con pausas de
sabiduría, las dentaduras postizas y no las fundas blanco nuclear antinaturales
que se pone la peña y las tena Lady si me apuras.
El otro día estaba en una bar, en pleno Malasaña, de esos
bares que consiguen un hermanamiento y una comunión generacional a base de
precios baratos, pinchos contundentes y cañas rápidas acompañadas siempre de
papa frita. De esos que logran conciliar
las rancias pensiones de los abuelos y las escaseces propias de los teenagers,
extremos y víctimas de los recortes a partes iguales. Viejos y jóvenes codo con
codo, o hincando el codo más bien, en un mismo espacio y movidos por los mismos
objetivos, llenar la barriga sin vaciar el bolsillo, malabarismo vital hoy día.
Y allí estaba, en medio del olor a fritanga que difuminaba
las comandas de los camareros… la escena más tierna que he visto en mucho
tiempo (y olvidaros de fotos de mascotas, de perritos pequeños, o bebés soñando
plácidamente) esto era tierno de verdad. Cuatro abuelicas tomando "el vermut".
Bebiendo un botellín en el que dejaban marcado el carmín rojo de los domingos, limpiando
el plato al instante y exigiendo pincho por cabeza como los estudiantes, porque
como ellos, no renuncian a su oasis dominical por falta de pasta.
Eran cuatro
abuelas vestidas de domingo, que habían paseado su traje de colores chillones
por los bancos de la iglesia más cercana en misa de doce. Abuelas sin perlas ni
chaquetas corte Chanel. De las que cuentan historias y céntimos durante toda su
vida… o lo que es peor, se los han contado a ellas. Viudas alegres que por fin
van al bar solas como lo hacían sus maridos, que han conquistado trocitos de
libertad cambiando el bitter por una cerveza sin aguantar la mirada de un
marido Torquemada. Cambiando su luto por una alegría, por una mañana “un poco
piripi” como se susurran al oído después de la segunda cerveza. Mientras a su
lado con cara de nietos… unos jóvenes comentan también su “pedo” del sábado
mientras repliegan el plato de paella empapando la resaca en cada cucharada.
Dos estampas tan diferentes, tan lejos y tan cerca. Es
cierto eso de que según nos hacemos mayores volvemos a ser niños, lo ves en sus
miradas. Las mismas retinas, cubiertas unas, por gafas de pasta rancia y otras
por las de sol que camuflan las ojeras trasnochadas.
Me da pereza la juventud, así lo digo, sobre todo cuando
miro a las cuatro y veo la vida casi interminable que han cargado a sus
espaldas, hoy ya corvadas y chepudas, porque entonces el peso de la vida era
más grande que la ligera mochila con que viajan hoy los Erasmus. Observo los
surcos de las manos, con uñas pintadas de rojo y dedos chupados para no
desperdiciar ni una miga de la patata. Me gusta más estar piripi que pedo y ser
carroza que demodé. Me gusta que me cuenten historias, que cuentos ya me sé
unos cuantos..., quizá me esté haciendo mayor. Benditos bares y benditos viejos… hasta Coca Cola tiene más de
100 años… por algo será.
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