La primera: la policía esposando a una prostituta, mientras dos niños juegan a la pelota en una plaza a dos pasos de la Gran Vía, donde un hombre sesentón se acerca a la terraza para venderte su poesía por una moneda, que nadie le da, y te muestra las arrugas mientras se despide regalando una sonrisa de decepción.
La segunda: dos niñas, rubias, vestidas de azul celeste corren riendo hacia un atractivo tipo canoso, su padre, que curiosamente lleva mocasines a juego con el vestido de sus hijas, avanzan sobre una calle perfectamente pavimentada, en tonos pastel, que contrastan con el capó negro de un Land Rover aparcado, donde se reflejan las nubes que dejan paso a un sol que dora la piel de la familia formando una estampa perfecta.
Me gustan los barrios pisados, donde la vida se viste apretada y sale a la calle a lucir palmito,
a provocar con la crudeza de la hambruna,
con el asco de la suciedad matutina dominical,
con la fuerza de un hombre sujetando una muñeca inocente.
No me gusta la vida de videojuego, de consola y con consuelo, prefiero sin techo y pisando el suelo… sucio… desgastado, no de azulejo nuevo.
Una vida con mirada desafiante, que reta a la felicidad glaseada e irreal de lo prefabricado,
del ladrillo rojo con piscina a conjunto, del extrarradio.
Porque por esos lares la vida no pasea,
no mueve las caderas, sólo huye,
se esconde tras una valla de arizónica y un jardín recortado, como las barbas.
En mi barrio, las barbas crecen,
como le crecen pelos a la vida, que no se depila,
que no se abochorna…
y se gusta tanto, que a veces…
se sienta en un banco a verse pasar.
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